viernes, 12 de septiembre de 2025

  Yo no olvidaré nunca aquella mañana que abandoné aquél pueblo donde mi familia había vivido. Yo me crié allí, crecí allí, trabajé allí hasta que un día pensé de buscar otra vida pensando que fuera mejor.

Era primavera y el día amaneció soleado. El día antes había metido las mejores prendas de vestir en una maleta de madera cerrada con un candado, y un viejo cinto la amparaba alrededor. Mi padre con la burra atada en el corral le ponía la albarda y sacaba las alforjas nuevas, mientras nuestra perra “ Chispa” movía el rabo de contenta, pues sabía que cuando se le ponían las alforjas nuevas a la burra se iba de viaje o a alguna feria de las que se solía ir. Mi padre sacó la burra a la calle y subió al poyo de mayar el lino para subirse encima de la burra, yo al lado con la maleta de madera para dársela a mi padre para sujetarla encima de la burra. Mi madre al lado mientras con el mandil secaba alguna lagrima que sus ojos rezumaban me dirigía la ultima palabra, cuando llegues nos escribes unas letras que sepamos de ti
..El camino, polvoriento y trillado por el rodar de carros, pastores y ovejas, y por el que yo tantas veces había caminado, parecía hacerse ahora más estrecho. La burra que ya era vieja y conocía bien todos los caminos, marcha a su paso cambiándolo solo cuando el padre de vez en cuando, la azuza dándole pequeños golpes con las albarcas en la barriga. La perra “Chispa” va de un lado a otro espantando los “correcarriles” que a esa hora de la mañana hacen rápidas carreras por las orillas del camino. Yo alaciaba diciendo adiós con la mano a un pastor que mudaba el chiquero en una tierra no muy lejos, mientras caminando tras la burra pensando si allá en la ciudad, a donde llegaría, también habría ovejas con el sonar de sus cencerras.
Y yo mirando hacia atrás y tropiezo con una duda que cae sobre mi alma: ¿Valdrá tanto la ciudad como para dejar aquí todo esto.Las citas en el rosario al anochecer en la iglesia a donde las mujeres acuden llevando velas y las mozas con sus mejores velos y a la salida pararse comentando las anécdotas de durante el día. Y las estrellas apiñadas a millones en el cielo y el sonido lejano de las voces de los pastores retumban en las galazas…¿Habría de todo esto en la ciudad?
.Por fin llegamos a Domez, el coche de línea es un viejo autobús de la empresa Lopez Ratón que hace la ruta hasta Zamora parando en la plaza de cada pueblo a recoger los viajeros. Viajeros casi todos emigrantes unos que van a la ciudad a comprar alguna cosa, otros para en Zamora pillar un tren a otra ciudad en muchos casos sin rumbo como era el caso.
Mi padre, arrima la burra a un poste de la luz y me da a mi la maleta, yo se la llevo al hombre de la gorra con visera y este se la pasa al que está subido en la baca del autobús, nuestra perra “ Chispa” ha empezado a ponerse nerviosa, unos perros que pasan por la plaza acompañando a una mula se acercan y le ladran, “Chispa” tímida y miedosa, trata de refugiarse entre las piernas mías que con la mano abierta le acaricio en la cabeza. La perra y yo nos miramos fijamente a los ojos y un par de lágrimas mías caen sobre la mirada triste de la perra.
El hombre de la gorra con visera que estaba subiendo los bultos dice con voz fuerte y seca:
-¡Nos marchamos!
-El que no haya venido que vuelva mañana.
En el interior del autobús unos hombres ocupan ya los asientos con ventana. Una mujer ya viejita, llega ligera y cansada arrastrando una pesada bolsa que el señor de la gorra de visera sube al autobús con cara de mala gana. Mi padre y yo nos abrazamos en silencio, mi padre no tiene palabras y yo pocas. No tengáis pena padre, que si en la ciudad no me van las cosas bien pronto vuelvo pa casa
Yo ya desde el interior del autobús vi a la perra “Chispa” con las patas delanteras puestas en el primer peldaño de la puerta aún abierta. Como si me buscara y mueve el rabo como queriendo decir adiós. El hombre de la gorra con visera que entra en ese momento le da un puntapié mientras le grita: -¡chuchi fuera..! -¡coño el perro de Dios... ¿A donde querrá ir..? “Chispa”l, suelta un gruñido de dolor y se marcha con la cabeza baja hacia el poste de la luz donde está todavía mi padre con la burra, la burra baja la cabeza, “Chispa” sube la suya, y ambos animales se tocan los hocicos diciéndose con sus alientos algo que nadie oye ni tampoco nadie entiende. Mi padre se toca la boina con una mano que tiembla y la gira un poco sobre la cabeza mientras con la otra mano saca del bolso del pantalón un pañuelo arrugado con el que trata de enjugar el agua que le está nublando la mirada...
El viejo motor del autobús arranca después de varios ronroneos dejando escapar una espesa nube de humos negros y comienza a rodar perezosamente la calle abajo, dos mujeres con toquilla nueva y velo sobre sus cabezas, cruzan la calle y se dirigen a la iglesia, las campanas están tocando las últimas señales a la misa de las ocho de un día cualquiera.
El hombre de la gorra con visera guía ahora el viejo autobús de la empresa Ratón que enfila ya la carretera sobre el puente del rio Aliste, yo sin palabras, por el cristal del autobús miro mientras retiro el vaho con la mano para ver como las encinas y las paredes de las cortinas corren veloces en dirección contraria como si vinieran de vuelta escapando de la ciudad..

 Homenaje a mi pino

El pino nació de la tierra de mi familia, plantado por mi suegro, Eduardo Rodríguez, en el año 2002. Desde sus primeros brotes, creció con fuerza y empeño, levantándose hacia el cielo, hasta convertirse en un gigante silencioso que nos dio sombra, frescor y compañía durante 23 años. Sus ramas se extendían como brazos protectores, y su presencia se convirtió en un refugio para la mirada, un testigo paciente de nuestra vida, casi un miembro más de la familia.
Con el paso del tiempo, su grandeza comenzó a traer preocupaciones. La copa se volvió tan extensa, y el peso de sus ramas tan imponente, que cada vendaval nos hacía temer por su caída. La carretera cercana, con su constante tránsito, añadía urgencia a la decisión que sabía debía tomar. La seguridad obligaba a pensar en despedidas, aunque el corazón se resistiera.
No fue fácil. Cada rama, cada agujita, era un recuerdo, un instante de vida compartida. Bajo su sombra habíamos reído, hablado, descansado; en su silencio habíamos encontrado consuelo. Mirarlo era contemplar la paciencia y la fuerza de la naturaleza, pero también la fragilidad de todo lo que amamos.
Y llegó el día. Un gigante mecánico apareció, y con su toque firme, el pino cayó al suelo. No fue solo un árbol el que se tumbaba: era un guardián, un testigo de nuestras vidas, un ser querido que nos decía adiós con dignidad y grandeza.
Hoy, aunque ya no esté en pie, su recuerdo permanece. Lo siento en la sombra que dejó en mi memoria, en la brisa que aún susurra entre sus ramas caídas, en la calma que nos enseñó a encontrar bajo su copa. El pino nos enseñó que todo en la vida tiene su ciclo: nacer, crecer, acompañar y despedirse. Y que aunque la forma desaparezca, la esencia permanece para siempre.
Siempre te recordaremos, Pino. Gracias por tu sombra, tu fuerza y tu silencio, por ser parte de nuestra historia y dejarnos la memoria de tu grandeza. 🌲

miércoles, 3 de septiembre de 2025

 

La leyenda del Santo Faburiño en Lober

Hoy os traigo una historia que yo oi algunas veces contar a mi madre, y ella había oído contar a otros ancestros del pueblo, no se si alguien por aquí la ha oído lo la conoce. Dice así:

Como todos sabeis, en la parte trasera de la iglesia de Lober, entre los muros de piedra cubiertos de musgo  están las antiguas paneras, donde los fieles depositaban sus diezmos, el 10% de sus cosechas que debían entregar a la iglesia. Durante generaciones, los habitantes de Lober habían cumplido con esta obligación, llevando trigo, habas y otros productos agrícolas como muestra de su devoción y respeto por la fe.

Pero con el paso del tiempo, la vida se hizo más dura. Las cosechas no siempre eran abundantes, y los vecinos comenzaron a sentir que dar siempre una parte de sus frutos era una carga demasiado pesada. Poco a poco, se negaron a pagar los diezmos, cansados de dar y de ver que sus esfuerzos no parecían valorados.

El Santo Faburiño, cuya imagen todavía se conserva hoy en el retablo de la iglesia, no tardó en notar la indiferencia del pueblo. Durante siglos había permanecido quieto, silencioso, observando a los fieles, pero aquel abandono lo enfadó profundamente. Un día, con gran decisión, se marchó de la iglesia. Cuando el cura entró en el templo y vio el pedestal que lo aloja en el retablo mayor estaba vacío, el pueblo entero se sorprendió. Nadie entendía cómo una figura santa podía irse. El sacerdote, lleno de alarma y temor, comenzó a gritar y vociferar entre las calles:

—¡El santo se ha ido porque ya no pagáis los diezmos!

Los vecinos murmuraban entre ellos, sorprendidos y algo asustados. Durante días nadie se atrevió a acercarse a la iglesia; algunos decían haber visto sombras moviéndose entre las piedras, como si el santo los estuviera observando desde lejos.

Un día, mientras un pastor llevaba su ganado de ovejas por las inmediaciones del Sierro, observó algo extraordinario. Allí, en lo alto de una peña, al abrigo de las jaras, estaba el Santo Faburiño sentado, tomando el sol y contemplando el horizonte con mirada serena. Maravillado, el pastor  dejo sus ovejas y fue al pueblo y dio aviso al cura:

—¡Padre! He visto al santo en el Sierro, sentado en una peña, a la brigada de las jaras!

El sacerdote, con el corazón lleno de esperanza y temor a la vez, decidió convocar al pueblo. Se preparó una procesión: hombres, mujeres y niños tomaron velas encendidas,  capas y mantos de crista, mientras el aire se llenaba del aroma de contrastes de tomillo, jaras y escobas que crecían por todo el sierro. Comenzaron a cantar, con voces que temblaban de emoción y reverencia:

"Santo Faburiño, pagaremos nos,
el diezmo de las habas,

Pagremos  nos,

Y si una y otr estrofa...

Subieron por  elcamino agreste de piedras y entre la vegetación del Sierro, estrofa tras estrofa, hasta llegar a la peña donde el santo los esperaba. Al verlo, los vecinos se arrodillaron y el cura pronunció palabras de arrepentimiento y promesa:

Santo Faburiño, desde hoy nunca más olvidaremos nuestro deber. Prometemos cumplir con el diezmo y honrar tu presencia.

Con gran cuidado y respeto, llevaron al santo de vuelta a la iglesia. El camino de regreso estuvo lleno de cantos y rezos, y todo el pueblo sintió que una paz cálida los acompañaba. Desde aquel día, los vecinos nunca dejaron de entregar sus diezmos, y el Santo Faburiño permaneció en el altar mayor, en su pedestal a la derecha del retablo, como recordatorio de la promesa y de la fe que une al pueblo con su iglesia

Emilio Pérez Roríguez